domingo, 18 de noviembre de 2007

Mi morada nómada

Nerea (entrada original)
Dado que más de una persona escribió bellísimas moradas (ya hasta hay un blog al respecto) y dado que yo no estaba suficientemente satisfecha con la mía y fui yo quien inicié la cadena, me doy la libertad de reescribirla:
Mi morada sería como un circo. Telas y telas de múltiples colores que caen de tan alto, que parecen caen del cielo. Siempre nómada, mi circo posee el mundo entero, esto al precio, claro está, de no poseer nunca un territorio propio. Pero eso no les preocupa demasiado, porque de cada lugar que visitan, ellos guardan dos cofres: uno lleno de la tierra y otro con todo tipo de tesoros: una piedra lisa, una botella con una carta para tirar al mar, un escarabajo brillante, etcétera.
Este circo está habitado por múltiples personajes, todos distintos, unidos sólo por el misterio en su mirada, ese terrible misterio que les impidió incorporarse en un inicio al mundo, tener una familia, esas cosas importantes. Pero nada estamos diciendo si no nos acercamos a verlos más de cerca:
Tenemos, en primer lugar -y es una de las grandes atracciones- a un gran contorcionista con las extremidades largas y elásticas como ligas que se dedica a enredarse en sí mismo (la pierna por detrás del cuello, el brazo por abajo de la otra pierna y la cabeza atorada en algún lugar del nudo) y esto lo hace todo el tiempo, pues, él dice, sólo así puede pensar.
Tenemos también una funámbula vestida de azul, ligera y ágil, que camina siempre por una cuerda a cientos de metros sobre el aire. Es funámbula porque quisiera volar y es lo más cerca que está de hacerlo. Pero es funámbula también -y eso pocos lo saben- porque estaba siempre ávida de vértigo, de escaforíos, de conquista.
Hay, asimismo, un gigante llorón, toda una atracción. Llora todo el tiempo por su enormísimo tamaño, llora porque no cabe en las puertas del mundo, llora porque nadie lo entiende y porque su único pecado es haber sido más grande que el resto de la humanidad.
Luego, tenemos a una manada de monos saltarines, que aunque la mayor parte del tiempo permanecen enjaulados, estos monos hábiles siempre se las ingenian para salirse y cuando menos lo esperas ahí los ves, brincoteando por todo el lugar, jugando y destruyendo todo lo que está a su paso.
Después, otro de los grandes atractivos del circo es una niña, chiquitita, que apenas cumplirá seis años en diciembre y que -dicen- lo sabe todo. Lo único que le falta por saber es que sabe, pero quizás de ahí su don: en su inocencia su absoluta sabiduría.
A ella la acompaña siempre el maestro de ceremonias, él la cuida. Es un hombre tan elocuente, tan elocuente, que nunca sabes si dice la verdad o miente. Pero al momento del espectáculo eso importa poco, lo importante es que es capaz de construir una ficción, y esta ficción a la luz de la luna y a la mirada del público, se vuelve, por un segundo, verdadera.
Por último, lo que completa el circo, es un anciano ciego, con una gran barba blanca, larga, que -dicen- ve el futuro (el anciano, no la barba). Lo que nadie sabe es que en realidad lo que ve no es el futuro sino el pasado y es por eso que el siempre tiene entre las manos uno de esos cofres que guardan y mientras habla, la arena de algún lugar lejano se le escurre entre los dedos. Además -y esto también es un secreto- tampoco es del todo ciego, pues cuando sus ojos se pierden en un lago o un espejo, puede mirar su reflejo.
Todos ellos conforman mi circo, mi morada. Todos ellos le dan sentido a la función cuando juntos hacen magia entre esas telas de colores.

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